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Lenin y la momia que incomoda

Publicado: 2012-06-04

Por Sergio Paz Murga

Esta es la historia de una momia famosa. Pero no es egipcia, sino rusa. Tampoco un faraón, sino un dictador. Fue embalsamado con un elixir mágico que buscaba perpetuarlo para siempre pero no en la otra vida, sino en esta un poco más mundana y corrompida. Tampoco se le hizo una pirámide en un lejano desierto, y mucho menos se le enterró en un sarcófago rodeado de joyas, alimentos, sus seres queridos y dioses de ultratumba. Este, en cambio, era como un Dios de cera, frío, silente, austero y descubierto en un enorme complejo en el centro de la cosmopolita Moscú para el gusto de sus curiosos y morbosos seguidores.

Yace como dormido y su aspecto sereno oculta lo que fue su verdadera y maquiavélica naturaleza. Ese hombre es Vladirmir Ilich Ulianov, pero pasó a la historia con el nombre de Lenin, el revolucionario comunista, principal dirigente de la Revolución Rusa de Octubre de 1917 y quien formó también un imperio –llamado del “mal” por Reagan–: La Unión Soviética.

Su figura todavía causa polémica en Rusia, en donde por décadas se le idolatró y admiró por haber iniciado un proyecto político y social que puso al país en el rànking de potencial mundial, tan igual como EEUU, pero en donde también se le odió.

Y no era para menos. Con un marxismo retrógrado Lenin ha pasado como el primer genocida comunista de la historia. Un líder sin escrúpulos que puso en marcha un programa para exterminar a todos los que consideraba enemigos de la revolución: La burguesía, el clero, la aristocracia o simplemente un izquierdista que no siguiera las consignas de los bolcheviques.

Antes que Hitler, Lenin fue el primer en utilizar campos de concentración, en donde se detuvo y asesinó en masa a civiles inocentes, muchos de ellos campesinos analfabetos de las zonas más alejadas del país que no comprendían nada del comunismo.

Fue también el primero en utilizar gas para matar a la población que consideraba “contrarrevolucionaria” en la localidad de Tambov en 1921.

Se calcula que unas cuatro millones de personas murieron por órdenes directas de Lenin, mientras otras 200 millones fueron víctimas de sus alumnos más aplicados: Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, entre otros parias.

Cuando en 1924, Lenin murió por un infarto cerebral –el cuarto que padecía, además de un cuadro agudo de sífilis que trataba con arsénico– su familia aseguró que la última voluntad del dictador era ser enterrado en el cementerio Volkòvskoye de San Petesburgo.

Pero Stalin, ese monstruo del mostacho que popularizó los gulags, creyó que en un país sin Dios era necesario crearlos para el proletariado por lo que inició la construcción de monumentos y estatuas de Lenin por toda la URSS.

También dio la orden para momificarlo y que dure para toda la eternidad, como la revolución. El cuerpo de Lenin fue entonces inyectado con seis litros de alcohol, formol y glicerina que no evitó que empezara a descomponerse –igual que su ideología con el paso de los años–.

Aterrados por la idea de perderlo para siempre, los científicos propusieron a Stalin un nuevo método que consistía en retirarle sus órganos internos y quedarse con la carcasa para sumergirla en una viscosa mezcla de glicerina y acetato de potasio con el que se mantiene hasta nuestros días.

Una herida abierta

Hoy la momia conserva apenas una cuarta parte de los tejidos originales y podría decirse que es un patético souvenir de una época oscura que los millones de rusos no terminan por superar.

Desde hace dos décadas, cuando cayó la URSS, hay una lucha por un importante sector de la sociedad rusa para lograr enterrar el cuerpo y cerrar de una vez por todas ese mausoleo en la Plaza Roja.

Motivos hay de sobra, pero el principal es pasar la página del comunismo que dejó unos 100 millones de muertos en la Unión Soviética, cuatro veces más que las víctimas que provocó el nazismo. Exponer a Lenin, entonces, es exponer lo peor de la historia rusa.

Grupos nacionalistas, la iglesia ortodoxa y hasta lo liberales piden fondear a Lenin, pero encuentran el rechazo de los viejos comunistas que añoran los años dorados en los que el partido dominaba la vida del país.

Aunque los sondeos señalan que más del 60% de los rusos está a favor de sacar a Lenin de su mausoleo y darle sepultura, un 45% cree que la caída de la URSS fue la mayor tragedia del siglo XX.

Es quizá por eso que la simbología soviética continúa teniendo una atracción casi mágica: La bandera con la hoz y el martillo sigue siendo el estandarte del Ejército que venció al nazismo, mientras las estrellas de la URSS continúan brillando en las torres del Kremlin. ¡Qué mejor símbolo de la era soviética que el mismo Lenin!

Hoy el mausoleo está cerrado por unos trabajos de manteamiento a la momia. El cuerpo del tirano reposa en el más absoluto silencio, lejos del bullicio de los turistas pero, en especial, lejos de los gritos y reclamos de millones de sus víctimas que más que una exhibición quieren ver a Lenin, o por lo menos, su alma, quemándose en el infierno. Si existe, claro está.


Escrito por

mundomula

Sergio Paz Murga, profesor y periodista. Tengo una curiosidad infinita por lo que pasa en el mundo.


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